Aquella tarde nublada en la que se encontraba solo en el bosque, su vida cambió de manera tan repentina, que no alcanzó nunca a comprenderlo. Oscurecía entre la arbolada y temió no encontrar el camino de regreso. Caminó por la vereda que conocía y sintió alivio al ver las luces que en la lejanía, le anunciaban la cena en la mesa.
El cuerpo comenzó a dar serias señas de cansancio, pero la mente no.
Decidió, al ver que su problema de ubicación y alumbrado visual estaban practicamente resueltos, que podía con facilidad sentarse un poco en aquella roca y brindarle así, un merecido receso a sus piernas que ya avisaban con dolor, el requerimiento de calma.
Tras un momento de soledad y penumbra, no pudo más que llegar a ese punto en el que el ser humano abandona la superficialidad, arroja el traje mundano, se viste de gala y vuela a otras dimensiones, en las que no existe límite alguno: Profundiza, interioriza, introspecciona.
Fue un mar abierto de ideas. No pudo coger a tiempo alguna, no le alcanzó la velocidad de pensamiento para aferrarse a una sóla. Entro en un remolino de axiomas.
Todos aquellos años sin detenerse a pensar, cobraron su eterna factura. Aquel tornado sin fin y él era el centro.
Volaban como papel de colores en carnaval. Ya no había forma de controlar aquella tempestad. Inmovilizado, perplejo por el espectáculo, cuenta no se dio que fue perdiendo toda oportunidad de volver. Los ojos en blanco ahora, sin tensión nerviosa aparente, flácidos los músculos… un cuerpo más, tendido en aquél bosque en penumbra.
Un revoloteo de ideas bastó. Su mente, presa del desastre, sucumbió en pleno epicentro.
Abajo, las luces anunciaban la cena…