Cómo detener la impulsiva inercia de correr inexplicablemente al visible y tan anunciado precipicio. De qué manera se puede poner a salvo el corazón sin dejar de sentir el delicioso bálsamo de la pasión. Cuál es el paso que hay que medir en el sendero sinuoso de la entrega total. Cuántas veces hay que colgar la armadura en el zaguán antes de entrar al calor de una caricia. De qué modo salir ileso del fuego cruzado que la tormenta ha dispuesto en este valle de lágrimas.
No concibo el riesgo sin exponer los adentros. No le veo el caso a luchar sin que la vida me vaya en ello. No puedo quedarme en la orilla sin sentir el deseo estremecedor de lanzarme sabiendo que allá abajo, o quizás en la caída misma, encuentre aquello que estoy buscando. Porque no existe razón para contemplar el paraíso desde las alturas. El temor a equivocarse paraliza y estropea nuestras alas, que en ocasiones negamos y atrofiamos con la falta de interés en ser felices.
Ya he caído tantas veces persiguiendo la manzana. Ya he subido miles de cimas después de destrozarme con el duro golpe de la realidad. El esqueleto que se vuelve a tirar como un kamikaze ahora luce espantoso, pero la sonrisa del alpinista en acción, ilumina y mutila al instante la mirada confusa del temeroso. Estas piltrafas que buscan de nuevo ser poseídas y arrastradas por la gravedad, son sólo el resultado de lo aprendido en el viento que traspasa cada uno de mis poros en la caída. No lo pensaría dos veces. El vértigo es el oxígeno de una futura satisfacción, es el condimento y medicina contra la vejez. Ahora mismo voy cayendo, y aún percibiendo que el piso que me detendrá es más duro que mi voluntad, me arrojo sin medida y sin escatimo. Ya no tengo otro camino.
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